“Tan hermosas somos en el anhelo”, Henriette Hardenberg, poeta – Dieter Bachmann

“Tan hermosas somos en el anhelo”, Henriette Hardenberg, poeta


Dieter Bachmann

Traducción de Benjamín Carrasco


Yo creo, creo no haber poseído nada.
Mas para ti, amada, mis deseos son:
Que ninguna tormenta te quebrante.
H.H., 1918



Hay café y kuchen sobre la mesa cuando entro al salón, tal como en la vieja Alemania. Afuera, las aves cantan, las violetas y las peonías se mecen en el viento y las aulagas florecen con un amarillo radiante. Adentro, la ya avejentada dama recuerda remotos tiempos, muy remotos. Su alemán sigue siendo berlinés, y lo que relata —momentos, etapas de su vida— comienza en el año 1894, cuando nace Margarete Rosenberg, hija de una culta y acaudalada familia judía.

Margarete Frankenschwerth-Rosenberg, quien ahora tiene noventa y cinco años1, vive desde 1937 en Londres. En 1913, a la edad de diecinueve años, publicó sus primeros poemas en la revista Die Aktion, dirigida por Franz Pfemfert, bajo el nombre de Henriette Hardenberg, y como tal pasó a la historia del Expresionismo. En 1918 publicó su primer poemario, Neigungen [Inclinaciones], y durante sesenta años estuvo prácticamente desaparecida como poeta, hasta que Hartmut Vollmer, en Arche Verlag, re-editó cuidadosamente sus poemas en 1988. El exilio de Henriette Hardenberg, pensé de camino a Wentworth Road, en Golders Green, debe ser doble: no sólo está separada de su cultura e idioma, sino también distante de su propia época. A pesar de ello, la mujer que, en esta soleada tarde, abre la puerta de su pequeña y acogedora casa, luce completamente vigente.

Ha tenido un par de visitas de Alemania, desde que Hartmut Vollmer dio con su paradero. Incluso ha llegado la televisión, lo cual no la impresionó en lo absoluto. Entre la vida de una joven y vivaz poeta, concurrente junto a los círculos de poetas y artistas del Café des Westens2, y el aislamiento del exilio londinense —que ha dejado de llamarse así, para llamarse hogar—, se encuentran dos guerras mundiales, dos matrimonios, treinta años como secretaria y colaboradora de investigación sobre pintores florentinos; tanta vida y longevidad la hacen volver a su pasado con cierta distancia, como una completa extraña. “Normalmente soy la Señora Frankenschwerth”, dice, cuando le pregunto cómo debo dirigirme a ella.

Menuda y frágil, aunque despierta y curiosa, se sienta ante mí, sin aceptar ayuda al traer café desde la cocina a la sala. Hace recordar a la afable anciana del cuento “Babar, el elefante”, lo cual no dice mucho, salvo por su serenidad, que surge de una vida transcurrida con sumo denuedo. Junto al juego de café hay una jarrita de jerez preparada con dos vasos. Antes de que se vaya, me dice, estaría encantada de prepararle un sándwich de jamón. El viaje de vuelta al continente debe parecerle muy largo. Por mi parte, pienso en lo difícil que es imaginarla sentada junto a Rainer Maria Rilke, en 1916 en Múnich, leyendo sus poemas, leyendo poemas de otros junto a Rilke. Pero allí, sobre la mesa, estaba el sobre con lacre azul que lo constataba, en el que Rilke pregunta amablemente a Hardenberg si tiene tiempo para él por la tarde. Los conoció a todos: Pfemfert, Oehring, Sorge, Lichtenstein, Lasker-Schüler, Claire Goll, Berger, Meidner en Berlín, Becher, Kölwel, Emmy Hennings, Otten, Toller, Graf en Múnich; estuvo casada con Alfred Wolfenstein, el poeta expresionista, y ha estado, recientemente, promoviendo su obra.

¿Cómo llegó a ser poeta, en una de las metrópolis intelectuales de Europa de ese entonces, como lo era el bullicioso Berlín? “Realmente no sé cómo llegué a serlo”, dice ella. “Supongo que influyó mucho el entorno. El entorno, que fue en primer lugar la familia, donde frecuentaban artistas y había modestos conciertos a la hora del té. Mi padre era abogado, pero mi madre tenía una hermosa voz. Era la culta burguesía judía, a la que tanto debía Alemania. La joven muchacha, que era yo en ese entonces, como se puede imaginar, no tardó en ser parte de una camada de jóvenes realmente entusiastas. Algunos de ellos eran compañeros de clase de mi hermano. El escritor Reinhard Sorge, por ejemplo, era nuestro amigo de infancia; estábamos mutuamente enamorados cuando niños. Richard Oehring era amigo del alma de mi hermano. Y toda esa gente se reunía en casa de mis padres”. Pero ella siempre quiso ser libre. De joven tuvo dos novios, dice ahora riendo, por qué contentarse con uno. Los tres iban al Mar Báltico, en verano, y cuando uno de los escuálidos amantes salía de las gélidas aguas, ella lo envolvía sin tapujos y lo frotaba. “Eso solía horrorizar a la gente”.

No precisó del Café des Westens para empezar a escribir, eso vino después, “primero escribí, luego conocí gente”, menciona. Los primeros escritos, si recuerda bien, comenzaron en una pensión en Riesengebirge. “De joven siempre tendí a liberarme y siendo aún una colegiala me gustaba quedarme sola en una pensión de Agnetendorf, donde también Gerhart Hauptmann tenía una casa. Debí ser la única a quien se le permitía bajar sola al pueblo. Allí compraba pepinillos al tendero, el señor Peppke, que comía antes de volver a la pensión. Fue entonces cuando me senté de rodillas en mi habitación y probablemente escribí poesía; entró una muchacha y debió imaginar que tenía un mono sentado al hombro3, como se dice en Berlín”. En esa misma ciudad salía a pasear al zoológico con una amiga, “a quien obligaba a escuchar poemas de Rilke”. El 2 de abril de 1913, Franz Pfemfert, en la revista expresionista Die Aktion, publica los primeros dos poemas de Margarete Rosenberg: “Por imágenes y sonidos capturados, / Empujados a la libertad y a nuevos caminos”, escribe más tarde rememorando esa época. Desde un principio, su padre, informado por chismes de un cliente, se horrorizó de su poesía y le impidió que siguiera publicando bajo su nombre de civil. Así, con la ayuda de Pfemfert, nació “Henriette Hardenberg” y, de paso, “Martha von Eschstruth”. “Una poeta de dieciocho años escribe estos versos en Die Aktion”, comenta Pfemfert, y las primeras líneas publicadas por Margarete/Henriette enuncian: “Nos tornamos prodigiosas deseando libertad”.

Antes y durante la Primera Guerra Mundial, Hardenberg publica sus poemas y prosas en Die Aktion y en los números mensuales de Die Weißen Blätter [Hojas blancas] de Walter Hasenclever, en medio del clima literario de la gran ciudad, comandado por el influjo expresionista. La joven Henriette, ya emancipada, con una excentricidad propia de los tiempos y quien aparece con pieles, escote y un ostentoso moño atado al cuello en su licencia de conducir, se relaciona constantemente con poetas y artistas. “Te codeabas con esa gente por la cantidad de eventos que se realizaban; la gente leía sus obras, había conferencias, teatro; te ponías en contacto con ellos en parte por amistad, en parte por interés”. Así es como conoce al poeta Alfred Wolfenstein, en un número de danza, quien más tarde publica uno de sus poemas de amor en la antología Die Erhebung (1920) [El ascenso]: “Cómo bajo tu rizo duermo, / Me avengo a él / Y me arrellano bajo su curvatura. / En el aroma de tu vida se mecen mis senderos”. En 1916 contrae matrimonio con Wolfenstein y se trasladan a Munich, antes del nacimiento de Frank, su primogénito. “No quería que mi madre”, dice ahora, “me preguntara con insistencia si comía bien y adecuadamente”. En 1918 aparece su primer y único poemario: Neigungen [Inclinaciones], en la “Colección inéditos” de la Roland Verlag. El título es una suerte de confesión: “siempre he tenido muchas inclinaciones…”, dice en Londres.

“¿Le han gustado mis poemas?” Pregunta esta tarde, como si fuera posible responder con unos simples “sí” o “no”. Treinta y seis poemas conforman el volumen que conserva aún en su estantería, acompañado de otros pocos libros; poemas de amor, paisajes o escenas de la guerra diluidas en un rumor lejano. “Miramos en la verde niebla, y sabemos de la vida”4, se dice ahí. Un saber que para la joven poeta es aún a tientas, precario e incierto, aunque guste de los colores vívidos y tonos penetrantes de la pintura expresionista: “En el cielo violeta fulguran látigos amarillos, / Y caballos grises vienen bramando” (“Tormenta nocturna”). Naturalmente, también está el patetismo, la exuberancia y la enconada fatalidad, acompañados por la angustia ante la muerte y la experiencia contemporánea del abismo, a veces tan ajenas y extrañas en la voz de una veinteañera; mas también está el carácter imprevisible, que sucede y permanece: “Mi frente es tu gran lago. / Tú debes amarme” (“Sentimiento”).

Se trata de inclinaciones, devociones, no gritos ni protestas. El lenguaje inconfundible de una mujer —en este sentido comparable a Else Lasker-Schüler— que confía en sus sentimientos personales, en medio del arrogante y masculino mundo expresionista: “A mi lado la mujer se baña en lágrimas, / Y no cederá el curso su dolor”. Sin embargo, a la sombra del más afamado Wolfenstein, con sus escasos poemas en tonos más comedidos y a ratos quebradizos, no alcanza una notoriedad duradera. Y cuando emigra en 1937, como judía, no sólo el expresionismo ya ha llegado a su fin, sino que ella misma se aparta físicamente, se podría decir, de cualquiera de sus repercusiones.

Henriette Hardenberg continúa escribiendo en Inglaterra como Margarete Frankenschwerth, a la fecha, guardándose todo para sí misma hasta que Hartmut Vollmer la redescubre, publica su obra inédita y dispersa. Así, Wolfenstein y Frankenschwerth —también publicado— pasan a un segundo plano. Su juventud en Berlín, sus amigos y hombres, siguen siendo su refugio. Wolfenstein aún le escribe desde Niza, en 1941, mucho tiempo después de haberse divorciado y cuatro años antes de su suicidio: “Todavía podría ocurrir lo que soñé, incluso en este tiempo, sólo si tú… Sólo estaría satisfecho si tú siempre lo compartieras, material e idealmente, conmigo, porque a ti, mi Gretelchen, siempre te veré como mi esposa”. Los títulos de sus poemas son ahora: “Duelo”, “Soledad”, “Pérdida”, “En el abismo”, “La anciana”, “En la niebla”, “Desgracia”. A principios de los ochenta, Andreas W. Mytze publicó uno que otro poema suyo en la revista “europäischen ideen” [Ideas europeas]. En 1982 también muere Kurt Frankenschwerth, y en el mismo año escribe en el poema “Los asesinados – Para los desaparecidos de Auschwitz”: “De su oscuridad emergen, / Tan próximos están ahora, / Y yo los miro: / Y entonces, por la sonrisa de sus ojos / y por esa cálida expresión / Reconozco amigos que no he olvidado. / Ahí están, y podría abrazarlos, / Pero el silencio pesa en el reencuentro”. 

(Mary Wigman y su compañía de baile expresionista)

Un tío de Margarete Frankenschwerth regresó de Auschwitz. Una vez lo visitó en Düsseldorf, con motivo de una exposición de Alfred Wolfenstein, en Berlín, y en otra oportunidad, poco después de la guerra, para la publicación de un libro sobre Italia preparado por Richard Offner, en Hannover. “Las tiendas estaban llenas de víveres, en Inglaterra nunca he visto algo semejante. La oficina de correos, Dios mío, era tan elegante, las manillas de las puertas, todo de primera clase. Aquí en Inglaterra todo es antiguo, todo es conservado. Nada cambia aquí, eso es lo bueno”. No quería y no quiere tener nada que ver con Alemania. Dice con suavidad: “Ya no quiero estar con ese tipo de gente”.

En el barrio en el que vive hay muchos judíos. Los sombreros negros, las barbas, la ropa, son evidentes incluso para un simple transeúnte de paso. Pero la judía liberal de Berlín poco tiene que ver con los judíos de Golders Green. “Cuando compramos esta casa retiramos todos los símbolos judíos”.

“Soy una extraña para ellos”, dice en relación a sus vecinos; no es de aquí en muchos aspectos: su lengua, su época, sus orígenes. No es algo de lo que se lamente, al menos no en nuestra conversación. Hay una diferencia entre la soledad y la tristeza de sus últimos poemas y su presencia, esta tarde. Naturalmente, se me viene a la mente el poema de Else Lasker-Schüler escrito en Palestina: “La ahuyentada”, “[…] Vago sin patria junto a los animales salvajes/ Soñando a través de pálidos tiempos […]”5; y también lo que Hardenberg escribió para sí misma, en su septuagésimo quinto cumpleaños, hace ya bastante tiempo: “Llegó a mí, llegó sin ninguna gentileza, como una parada de autobuses a campo abierto, bajo un cielo lúgubre, sin nada que merezca la pena ver ni nada allí que me anime, donde uno quisiera hacer algo, porque algo falta”.

No hay duda de eso esta tarde. “No soy una persona espiritual”, intenta tranquilizarme y también a ella misma. Lleva sesenta y dos años en Inglaterra, llegó aquí huyendo cuando contaba ya con cuarenta y tres. Han pasado setenta y seis desde que publicó sus primeros poemas en el agitado Berlín, lo que es un tiempo increíblemente largo. Hasta hace poco era capaz de hacer todas sus compras por su cuenta; desde que se accidentó dos veces, una cuidadora debe ayudarla. Aunque, de todos modos, no le gusta comer sola, es demasiado aburrido comer sola en la mesa. Hay amigos y amigas, pero o bien están enfermos o bien viven muy lejos. “Londres es tan inmenso… ¿Sabe usted que para llegar a Croydon desde aquí se tarda una hora y media en coche?”.

Hace tiempo que se acostumbró a vivir de esta manera, sin sentir ninguna amargura. “Quizá vuelva a venir”, dice despidiéndose y cierra la puerta tras de mí, no sin antes hacer la pregunta más importante de la tarde, también la había hecho por teléfono: “¿Publicará algunos de mis poemas?”.

Estimada Sra. Frankenschwerth, muchas gracias por su amable disposición, la visita fue para usted y para Henriette Hardenberg y, por supuesto, publicaremos sus poemas.

Die Alte (1984)

Wie ein zu loses Gewand,
In gekräuselten Falten,

Umhüllt die magere Haut
Das schöne, alte Gesicht,
Von schmalen Knochen gehalten,
Wie eine wertvolle Schale.

Trübe Augen sind bedeckt
Von müdeschweren Lidern.

Doch in die Wucht hassvollen Zerstörens
Einer sorgenvollen, dunklen Zeit
Mischen sich die hellen Bilder,
Mit dem Licht der eigenen Jugend,
Dessen deutlich zarter Glanz
Tröstend das Alter bekränzt.

La anciana

Como un manto demasiado suelto
Con los pliegues arrugados,
Cubre la magra piel
El bello, viejo rostro,
Sujetado por finos huesos
Como un cuenco valioso.
Los ojos nublados se cubren
Con fatigados párpados.

Mas en el ímpetu de la odiosa ruina,
Una tribulación, un tiempo oscuro,
Se mezclan imágenes luminosas,
Con el brillo de su propia juventud,
Cuyo tierno resplandor
Se corona consolando la vejez.

*

Liebe (1913)

Zwei gehen nackt durch einen Wald,
Sie schreiten hoch

Und Lachen mit den Vogelschreien.
Der wunde rasende Klang würgt ihre Kehlen.
In ihren Hauten brennnen sie eisig,
Atemstücke brechen aus verschütteten Massen.
Menschen reissen sich höher:
Ihr Kopf starrt vor,
Augen, die tief bluten,
Stürzen in Schädel zurück.
Arme und Beine sind Stricke,
Sie meistern krachende Leiber.
Zwei fühlen sich breit verschmelzen und berühren sich nicht.
Sie schlingen sich um Bäume
Und brechen entzwei.

Amor

Dos que pasean desnudos por un bosque,
Comienzan a ascender
Y ríen con el trinar de las aves.
El fogoso alarido irrita sus gargantas.
Les quema el frío en la piel,
Jadeos emergen de la masa subterránea.
Seres que se esfuerzan por llegar más alto.
Sus cabezas miran adelante,
Ojos, que sangran profundamente,
Caen nuevamente en el cráneo.
Brazos y piernas son cuerdas,
Domeñan los cuerpos estrellados.
Dos que se sienten ampliamente fundidos y no se tocan.
Se abrazan a los árboles,
Y se parten en dos.

*

Wir werden (1913)

Wir werden herrlich aus Wunsch nach Freiheit.
Der Körper dehnt sich,
Dieses Zerrende nach geahnten Formen
Gibt ihm Überspannung.
Schwere Hüften schauern sich zu langem Wuchse.
Im Straffen beben wir vor innerem Gefühl —
Wir sind so schön im Sehnen, daß wir sterben könnten.

Nos tornamos

Nos tornamos prodigiosas deseando libertad.
El cuerpo se extiende,
Este impulso de formas intuidas
Lo sobreestimula.
Las caderas robustas vibran por el dilatado crecimiento.
Al tensarnos, temblamos de la interna sensación —
Tan hermosas somos en el anhelo, que podríamos morir.

*

Nachtfahrt (1924)

Mit vollem Winde streichen Finger
Über süssesten Körper,
In Buchten der Knie
Singen Lippen ihr Lied.
Du Meer,
Vom Geruch stürmischer Haut
Sind meine Ohren betäubt,
Die Augen in Tiefen verirrt.
Es leuchtet das Herz.

Paseo nocturno

Plenos de viento se deslizan los dedos
Sobre el más tierno cuerpo,
En las bahías de la curva del río
Los labios cantan su canción.
Tú, mar
Por tu aroma de piel tempestuosa
Mis oídos se adormecen,
Los ojos se pierden en las profundidades.
Resplandece el corazón.

Margarete Frankenschwerth a los 95 años

Notas de la traducción

1 Henriette Hardenberg falleció en Londres, el 26 de octubre de 1993, cuatro años después de conceder esta entrevista a Dieter Bachmann.

2 Rebautizado con este nombre en 1898, fue un centro neurálgico para los incipientes círculos artísticos berlineses. También conocido como Café Größenwahn [Café Megalomanía], estuvo operativo como tal hasta 1915. En 1945, el edificio fue destruido a causa de los bombardeos sufridos en Berlín, durante la Segunda Guerra Mundial.

3 Coloq., estar borracha. En el original, “ich hätte einen sitzen”; viene de la contracción “einen Affen sitzen haben” [tener un mono sentado arriba de uno].

4 Del poema “Landschaft” [Paisaje].

5 Trad. de Sonia Almau. Else Lasker-Schüler. Mi piano azul y otros poemas. España: IGITUR/Poesía, 2°ed. 2001. | Die verscheuchte: Ich streife heimatlos zusammen mit dem Wild/ Durch bleiche Zeiten träumend […].


Extraído de Du: die Zeitschrift der Kultur. Zeugin der Zeit. Expressionismus: Hoffnung auf den neuen Menschen. 49 (1989) s. 22-5


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